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Madrid DF: ciencia ficción urbana y despotismo castizo | Noticias de Madrid



En los últimos tiempos, está cobrando fuerza una nueva narrativa sobre Madrid, una visión de la capital —y su región— como una metrópolis hipertrofiada del futuro, un nodo global llamado a competir (sí, otra vez la misma cantinela) con las grandes ciudades del mundo. Así, Madrid ya no sería solo una ciudad, sino una suerte de megalópolis de más de 10 millones de habitantes, expandida hacia Segovia, Guadalajara, Toledo o Cuenca, conectada por nuevas infraestructuras, trenes, autovías, y dotada de una economía basada en el talento, la inversión extranjera, la innovación.

Lo cierto es que este Madrid DF (como aspiración de ciudad-estado) no es una propuesta urbana, sino una operación ideológica de gran calado, en la enésima pirueta propia de la ciencia ficción metropolitana. Y lo digo en un doble sentido. Por un lado, como distopía: la idea de una urbe expandida, sin límites, asfixiada, que devora el territorio hasta fundirse con las provincias colindantes. Un Blade Runner castizo, donde la escala humana queda sepultada bajo autopistas logísticas, torres de cristal y corredores metropolitanos. Por otro lado, como relato de futurología empresarial: una ciencia social adaptada a los intereses del capital, que proyecta escenarios basados en la falacia del crecimiento infinito y la promesa de que si Madrid se expande, todos ganaremos.

Pero esta ficción no es inocente. Al contrario: se construye sobre un marco ideológico profundamente neoliberal que no ha cambiado en sus fundamentos desde los últimos 40 años. Es la misma lógica de acumulación por desposesión que convierte el entorno urbano en un objeto de inversión, en una máquina de extracción de renta y de reproducción del capital inmobiliario, financiero y tecnológico. Una lógica que reifica lo urbano como mercancía y que, ahora, se reviste de futurismo, conectividad y smart urbanism.

Lo que se esconde detrás de este nuevo impulso metropolitano es la reactivación del Plan General de Ordenación Urbana de Madrid, que lejos de abrir un debate amplio y participativo sobre el modelo de ciudad, se ha encomendado a un grupo reducido de expertos afines al poder político y económico. El urbanismo vuelve así a manos de una tecnocracia elitista que actúa como nuevo despotismo ilustrado: todo para la ciudad, pero sin la ciudad.

Este nuevo despotismo, sin embargo, tiene un carácter específicamente castizo. Habita en ese discurso que combina un etnomadrileñismo acomplejado con un iliberalismo económico, que desprecia lo público y glorifica lo individual, que proclama que “Madrid es España dentro de España” (Ayuso dixit) y que convierte vivir “a la madrileña” en un eslogan vacío, útil para ocultar la desigualdad detrás de una supuesta libertad de estilo de vida.

Este discurso del Madrid-Estado no está solo en los despachos. Circula también en ensayos o en foros empresariales y económicos, que defienden la idea de una urbe que abandona su función burocrática para convertirse en una máquina devoradora lista para absorber provincias vecinas y transformarse en una suerte de Miami ibérica. Un territorio que debe “atraer talento” (aunque nunca se define qué es eso exactamente), conectarse con su entorno mediante autopistas y trenes, y acoger a nuevas clases medias globales. Lo que no se dice es que esta estrategia implica una re-suburbanización forzada, un desplazamiento de las clases trabajadoras a las periferias más lejanas, y una concentración de rentas en el centro financiero y político.

Eso sí, todo ello adornado con narrativas de una ciudad destinada a ser la ciudad del talento y absorta con la idea del crecimiento. Pero, ¿qué talento? ¿El que circula entre las torres del norte y el IE? ¿El que habita viviendas de lujo compradas por fondos latinoamericanos? ¿Y qué crecimiento? El número de personas sin hogar ha aumentado un 17% en los últimos diez años, alcanzando ya las 4.100 personas. También ha crecido el número de millonarios que se ha instalado en la región, con patrimonios medios de 11 millones de euros. Ha crecido la pobreza: la tasa de riesgo de pobreza en Madrid se sitúa en torno al 14,8 %, lo que supone más de un millón de personas. Ha crecido la privatización educativa: el 46% del alumnado está ya en centros privados o concertados, 12 puntos por encima de la media nacional. Y también ha crecido el peso de la salud privada: el 40% de la población tiene seguros privados, 15 puntos por encima de la media nacional.

O quizá se refieren al crecimiento de esa “superperiferia” que acoge lo que Madrid expulsa hacia poblaciones en Toledo, donde se levantan urbanizaciones low cost con casas prefabricadas o zonas de autocaravanas y se instalan plataformas logísticas como Amazon, sin los servicios públicos mínimos y con unos servicios sociales mermados. Municipios como Illescas o Seseña convertidos en ciudades-dormitorio, obligados a realizar viajes diarios de más de 100 kilómetros para trabajar en Madrid. ¿Eso es conectividad? ¿O es expulsión?

Este modelo fagocitador y de crecimiento desmesurado al que se aspira se sostiene sobre varias falacias. La falacia de que concentrar recursos es una palanca de desarrollo, cuando lo cierto es que Madrid concentra inversión extranjera y sede fiscal de grandes corporaciones gracias a un modelo fiscal agresivo y regresivo que ha convertido la capital en un paraíso para las rentas altas. Esto no solo agrava la desigualdad dentro de Madrid, sino también entre comunidades autónomas. El resultado es un territorio desequilibrado, centrípeto en rentas altas y desigualdad y centrífugo en rentas bajas: un plan sin fisuras propio del nacionalismo madrileño, que sueña con un ejército de trabajadores que recorran 150-200 km cada día y puedan volver sin hacer ruido ni molestar a los que verdaderamente usarán la ciudad.

La segunda falacia es la de la competencia inevitable entre ciudades globales. Desde geógrafos destacados como David Harvey o Neil Brenner se ha demostrado que esta competencia es una construcción ideológica donde lo que se promueve no es desarrollo urbano, sino empresarialismo urbano: una lógica que pone la rentabilidad por encima del bienestar y convierte la planificación en una guerra por atraer capitales. En esa guerra, y como se demuestra en diversos estudios científicos, Madrid es de las ciudades más segregadas de Europa, con un sur cada vez más precarizado y un norte convertido en showroom del lujo inmobiliario.

La tercera falacia es la miamización de Madrid, es decir, la transformación de la ciudad en refugio inmobiliario de élites globales. No es casualidad que estemos viviendo una fiebre de inversiones latinoamericanas en barrios como Salamanca o Chamberí, donde el precio del alquiler se dispara y el parque de vivienda se destina a un mercado premium. Al mismo tiempo, aumenta la población latinoamericana que trabaja en el sector servicios, en condiciones precarias, configurando una ciudad dual que reproduce lógicas coloniales. La Madrid de los directivos y la Madrid de las trabajadoras del hogar.

La cuarta tendencia preocupante es la eventización de Madrid. La ciudad se convierte en un escenario de eventos de alto impacto, como la Fórmula 1 (137 millones de inversión pública), el millonario convenio del Ayuntamiento con Florentino Pérez para traer la NFL al Santiago Bernabéu o la acomplejadamente falocéntrica noria de 260 metros que se está estudiando en Arganzuela. Estas operaciones sirven más al marketing urbano que a la mejora real de la vida en los barrios.

Frente a este modelo de urbanismo neoliberal, elitista y excluyente, hay otras posibilidades. Hay un Madrid que se organiza, que se moviliza, que piensa colectivamente su futuro. Un Madrid que no quiere ser Miami ni Shanghái, sino una ciudad habitable, inclusiva y justa. Ese otro Madrid, como el colectivo Madrid al Límite, aspira a formar una red de vecinas, colectivos y activistas para intervenir en los procesos de planificación urbana, proponer alternativas y disputar el sentido común hegemónico de una ciudad maltratada.

El iliberalismo castizo es un nacionalismo madrileño encubierto, que necesita ser denunciado y confrontado. No necesitamos ser 10 millones, ni seguir las recetas de la competitividad urbana global. Necesitamos decrecer y redistribuir. Reivindicar el derecho a la ciudad y recuperar la soberanía urbana de sus habitantes, fortaleciendo la autonomía de distritos y municipios en lugar de someterlos a una lógica centrífuga que convierte a Madrid en un agujero negro de recursos. Necesitamos un nuevo relato compartido de la ciudad que no se deje arrastrar por el espejismo del crecimiento infinito, y que apueste, de una vez, por una vida digna y un urbanismo social construido por y para el bien común.



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