Vino, alfarería y ansiedad: ¿por qué tanta gente se está apuntando a extraescolares para adultos? | Noticias de Madrid
El otro día una amiga me regaló un cenicero de arcilla que había hecho con sus propias manos. Yo dejé de fumar hace siete años y mi amiga suma ya 39, pero me encontré a mí mismo dándole las gracias con una desmesura de dibujos animados, felicitándola y preguntando si lo había hecho ella solita. Andan últimamente todos mis colegas a tope con las extraescolares y regalándome mierdas sin parar, que el día menos pensado voy a aparecer por la redacción con un collar de macarrones por no hacerles el feo. Les propones quedar y te responden muy ufanos que no pueden porque tienen clases de pintura, cerámica o costura. Así que últimamente no tengo amigos, pero tengo un montón de manualidades que me recuerdan que una vez los tuve.
No es algo exclusivo de mi grupo. Doy un paseo por La Latina y confirmo que las calles del barrio se han llenado de alfarerías, clubs de improvisación y talleres de costura. De locales donde te dan un vino y un lienzo y te ponen a pintar borracho, que es algo que cualquiera que haya empuñado alguna vez un pincel sabe que marida regular. El caso es que estos locales son una plaga que se reproduce con una virulencia metastásica. Vivo con el miedo de ir un día a mi bar de siempre y que, en lugar de una tapa, con la caña me traigan un pegote de arcilla y me obliguen a hacer un jarrón.
Es muy difícil quedar con mis colegas, los yonquis de las extraescolares, pero al menos me invitan a sus exposiciones colectivas y sus funciones de fin de curso. El otro día fui a ver un espectáculo del grupo de improvisación de uno de ellos. Era un poco como aquellas funciones de Navidad del cole, solo que en lugar de niños disfrazados de pastorcillo había un puñado de señores con problemas de autoestima y necesidad de atención. En realidad fue casi terapéutico, pues me confirmó que somos muchos en mi generación los que estamos lidiando con esta situación. Entre el público, había un montón de amigos de los artistas haciendo vídeos y aplaudiendo, orgullosos como padres. Pero, entre actuación y actuación, nos mirábamos, preguntándonos telepáticamente cómo coño habíamos terminado allí.
Hay quien dice que estas actividades ofrecen una forma sana de socializar y dan la oportunidad de hacer algo con las manos en lugar de pasarse el día frente a la pantalla. Y no seré yo quien les quite la razón, pero sospecho que hay algún motivo más que se nos está escapando. Mis amigos que hoy, rondando los 40, se atiborran el horario de extraescolares son los mismos que pasaron la infancia entre clases de natación, tenis o francés. Y me pregunto qué llevó a nuestros padres a llenarnos las tardes de actividades (y me respondo que conseguir una hora de tranquilidad, pero esta respuesta me revienta la tesis de la columna, así que ignoremos esta idea totalmente válida y coherente).
Supongo que somos el resultado de una sociedad ultracapitalista que intenta convertir todo lo que hacemos en algo productivo y tangible. Incluso lo que no hacemos. Incluso el ocio. Supongo, también, que en mi grupo de amigos no tenemos unos hijos en los que volcar nuestras frustraciones infantiles. No hay un pequeño vástago en el que subrogar tu sueño de ser tenista, escritor o triunfar con la guitarra, así que tienes que reciclar tus ambiciones en algo más práctico y realista. Más mediocre. Piensas que igual puedes mejorar tus habilidades laborales, exorcizar tus problemas con la biodanza o, al menos, hacer una bufanda y ligar con tu compañero de curso. Supongo, por último, que rellenar las tardes de actividades hace que no tengas tiempo para pensar. Es un poco como el tuit aquel que dice, “chicas, no pueden todas aprender cerámica, alguna tiene que aprender a afrontar sus problemas de verdad”. Se lo leí a mis amigos, pero no sé por qué no les hizo mucha gracia.
Sé que todo lo que estoy contando suena cínico y condescendiente, pero lo que no he confesado hasta ahora es que yo también voy a extraescolares, así que igual no estoy hablando tanto de mis amigos como de mí mismo. Estoy yendo a natación y hasta hace poco iba a un curso de escritura creativa con el gran novelista Rubén Abella. De aquellos pinitos en lo literario saqué unos compañeros majísimos, unos cuentitos mediocres y el valor para escribir esta columna, así que supongo que estas líneas son mi cenicero de arcilla.
Hace poco hablaba con una amiga de todo esto. Ella se ha apuntado a un curso de sumiller y me decía que no sabe por qué lo hizo, pero sí que le hace feliz. Me dijo también que en los últimos meses había mejorado sorprendentemente su olfato. Es algo bastante común entre quienes se apuntan a su curso, me comentaba. Y no es porque los sumilleres tengan superpoderes (anda que no molaría) sino porque, al poner nombre a aromas ignotos, empiezan a identificarlos. Aprenden a interpretar el mundo, a olerlo mejor. Como los pintores que reconocen un cerúleo o un añil donde otros solo vemos un montón de azul.
Me gusta pensar que eso mismo pasa con aquellos que leemos o escribimos. Que no me apunté a un taller de escritura solo para olvidar mis problemas, sino para ponerles nombre y comprenderlos. Tengo desde hace años un documento en mi aplicación de notas donde voy apuntando palabras curiosas, para guardarlas y observarlas como quien caza mariposas o tréboles de cuatro hojas: gulusmear, candilazo, chozpar, rábula… También apunto palabras extranjeras sin traducción: Litost, gigil, tartle, ya’aburnee… Nombran sentimientos que los millones de personas que hablamos español no hemos sabido identificar y bautizar. Hay muchas palabras ahí afuera esperando a ser descubiertas. Y tengo la esperanza de que igual cuando las cace todas, cuando rellene mi lista infinita, acabaré de comprender el mundo.