Saturnino Vera y su salón acorazado contra el puente de diciembre en Madrid | Noticias de Madrid
Una hora antes que el resto de sus vecinos, Saturnino Vera, de 66 años, se recuerda a sí mismo que ya llegó la Navidad. A las cinco de la tarde, cuando Vera habla de las virtudes y los defectos de la literatura de Mario Vargas Llosa, cuya obra está releyendo en orden cronológico para entender la “evolución del autor”, unas luces led alemanas compradas en el Lidl convierten su salón en penumbra en el perfecto hogar navideño. No se apagarán hasta las once de la noche. “Las de Almeida duran mucho más, claro”, apunta mientras al otro lado de sus ventanales de tres metros de altura, valorados en 10.000 euros y adquiridos este mismo año, solo se escucha el silencio. Sin embargo, Vera hace la prueba, es curioso por naturaleza, y al abrirlos, intuye el rumor de lo que está por llegar. Cierra de golpe y anuncia con un tinte épico: “Las aglomeraciones ya están de camino”. Vera, así como su familia, permanecerá en el interior de su domicilio hasta que el puente de diciembre se acabe y, tal vez, también durante todas las vacaciones. Saldrán “lo mínimo e indispensable”. Explica que para los residentes de los barrios más gentrificados, la única forma de protegerse “contra esta locura” es dándole la espalda. “Sabemos que si requieres de un servicio de emergencia van a tardar lo suyo porque esto se va a saturar de gente por todos lados. Es lo que hay, somos David contra Goliat”, reflexiona el hombre que, pese a todo, es un activista histórico del distrito Centro.
Saturnino Vera, todavía informático y analista de sistemas en activo, lleva viviendo en uno de los bloques de 1870 de la Cava Baja del barrio de La Latina casi 35 años. Lo ha hecho siempre junto a su mujer, administrativa en un centro de salud de Ciudad Lineal, y junto a sus dos hijos. Dice que “son ellos” quienes mantienen al matrimonio a día de hoy viviendo en el corazón de Madrid. “Mis hijos tienen un sentimiento nostálgico de lo que ha sido esta casa y esta zona. Mi mujer, en cambio, está harta. Por momentos nos resulta insoportable”, sostiene. Y pone un ejemplo: “Aquí, en la Latina, verás cómo en la calle San Francisco, por cada autobús urbano que circula pasan cinco buses descapotables para turistas. Si eso no es sintomático, dime tú. Por no hablar de los bares, que han pasado de diez a 58 según mi último recuento”. Ante la adversidad de la gentrificación, Vera trata de adelantarse. El pasado 29 de noviembre ya había hecho toda la compra de Navidad. Su cocina parece un almacén de embutidos y suministros de primera necesidad a prueba de confinamientos. Podría aguantar varias semanas. Incluso con algún lujo, como el jamón, el marisco o el cordero, que descansan ya en la nevera. Las uvas es lo único que le queda por comprar.
La vida de los Vera no dista mucho de la de otros vecinos del centro. Si bien Saturnino y su mujer cogen el coche para “hacer vida de barrio” y se marchan a Carabanchel o la Avenida de los Poblados, donde van al supermercado, acuden al dentista o se paran en una cafetería “sin miedo a que te echen por no consumir”, Fernando Urías, consultor en comunicación, hace lo propio “marchándose lejos”, cruzando la frontera de Madrid Río, para pasear por Usera, porque le gusta el aroma de las cosas que aún “tienen identidad”. Cuenta que desde su piso de Cascorro ha esbozado un “dibujo” a la vieja usanza, con escuadra y cartabón, para tratar de explicar la sinrazón que le rodea cuando se asoma al balcón. “En 200 metros a la redonda, no hay un supermercado en condiciones, todo son cadenas o minimarkets que solo sirven para el abastecimiento de los que vienen de fuera. El modelo del fast food no me parece sostenible a largo plazo, salvo que quieras hacer de Madrid la ciudad del bebercio. Entonces sí”, afirma. Al igual que Saturnino, su plan durante el puente de diciembre es recluirse en casa casi como un ejercicio de hibernación. Otro vecino algo más joven, Fernando Real, de 41 años, también informático, acaba de mudarse a la parte baja de Ribera de Curtidores. Antes vivió en la calle Santiago, cerca del Mercado de San Miguel. “Allí la calle sufría una transformación muy heavy en estas fechas. Hasta cierto punto lo entiendo. Madrid se ha convertido en una megalópolis y todos nos vemos arrastrados por la corriente consumista. Yo me acabo de mudar al Rastro y asumo que estará lleno. Entiendo que las personas que llevan aquí toda su vida hagan por rebelarse cuando te han cambiado el significado de tu calle sin preguntarte, es normal. Al mismo tiempo, parece difícil pensar que la deriva que está tomando la ciudad vaya a adaptarse a nuestros deseos”, reflexiona.
Carlos Calderón Guerrero, de 54 años, coordinador académico del Máster en Gestión del Turismo Ecológico y Sostenible de la Politécnica de Madrid, explica que se trata de un “problema global”. “Vamos a empezar a ver cómo para entrar a las propias ciudades hay que pagar una entrada. En Venecia ya se hace. Esto ahuyentará a algunas personas, pero también fomenta la desigualdad. Como en todo, muchos no podrán permitírselo”, afirma. “Lo que tienen estas fechas es un componente mediático grandísimo. Se crea la necesidad de tener que estar en el momento y en el lugar oportuno. Pero es absurdo, no podemos estar todos en el mismo lugar. Parece que la fecha importa más que la experiencia en sí”, declara. “¿Dónde está el límite? Ese es el reto. Encontrar la fórmula para seleccionar a las personas. El sistema, por ahora, no es perfecto en ningún sitio. A la vista está que en 2024 se alcanzarán los 95 millones de turistas en toda España”, finaliza.
Poco antes de las siete de la tarde aparece por el salón de casa la hija menor de Saturnino Vera, de 29 años, que prefiere no decir su nombre. Después de estudiar Relaciones Internacionales y lograr una beca para cursar un máster en Estados Unidos y Londres, la joven ha vuelto, tras cinco años fuera, a la que fue su casa, y se prepara unas oposiciones para entrar en la Administración.
— Estaba la biblioteca vacía, papá—, comenta.
— Qué curioso. Debe de ser lo único sin gente—, contesta él.
Al cabo de unos minutos, padre e hija se ven inmersos en una profunda charla sobre la gentrificación. “No podemos echarle la culpa a los turistas, sino a quien se dedica a promocionar el centro de Madrid como el único sitio posible para ocio y disfrute. El turista va donde le dicen, y si te dicen que para el copeo hay que estar en La Latina o Chueca, pues allá que vas”, argumenta él. La hija está de acuerdo. Explica que la única “estrategia de supervivencia que se le ocurre es la “reclusión total”. “Yo no quiero gastar. ¿Cómo lo hago? Encerrándome en casa”, se responde a sí misma. Cuenta que cuando le dice a su madre que se va dar un paseo para desconectar de las oposiciones, esta le recomienda que evite los escaparates. “Es imposible, sales de casa y lo único que te encuentras son estímulos para consumir. En las terrazas, si no consumes te tienes que pirar y que pase el siguiente. Ni si quiera encuentro gente conocida, no me quedan amigos del barrio. Solo hay gente que viene y se va”, expresa.
Saturnino Vera trata de no desmoralizarse, aunque en esto parece que se va quedando solo. “Soy muy pesimista con el tema del barrio, mucho más que mi padre. La Latina no volverá a ser un barrio. Me sorprendería que cerrara un bar de copas y abriera una carnicería. Es hiriente que el modelo de capital a nivel mundial sea este: un núcleo pensado para turistas. En mi opinión es un punto de no retorno, hasta que explote. Porque, esto solo aporta beneficio a corto plazo, a la larga es inviable. No se sostendrá”, vaticina su hija mientras el padre enciende la chimenea para que el salón de los Vera sea aún más navideño que el parque temático al que dan la espalda.