El turismo convierte un mercado municipal de Lavapiés en una ‘discoteca’ | Noticias de Madrid
El turismo masivo y descontrolado está modificando nuestras ciudades a un ritmo salvaje: desahucia a vecinos a diario para sustituirlos por Airbnb ilegales, cierra comercios de barrio para transformarlos en tiendas de souvenirs y convierte bares Manolo en speciality coffes con mucho cupcake y mucho brunch. Todo con muchos carteles en inglés, al más puro estilo cosmopaleto. Los libros cada vez hablan más de este fenómeno —los últimos, Ciudad clickbait, de Vicent Molins, y El malestar de las ciudades, de Jorge Dioni— mientras las administraciones hacen como que no lo ven o, peor, lo aplauden. El giro que no me esperaba es que los mercados municipales se transmutaran en discotecas.
Llevo 25 años viviendo en Madrid atravesando una ruta de alquileres desesperados —de Argüelles a Cuatro Caminos y de Chueca a Estrecho— y precisamente un alquiler me llevó a mudarme a Lavapiés en 2013. Encontré un piso barato y luminoso y no estaba la cosa para desaprovecharlo. Pronto, el mercado de San Fernando se convirtió en referencia para mí y los colegas: había un puesto que vendía latas de cerveza a buen precio y allí se estaba fresquito en verano y calentito en invierno. Algunos vecinos hacían lo mismo.
Distaba mucho de ser la norma: en los estertores de la crisis del ladrillo, ese mercado —que preside el barrio— era un lugar triste, vacío, poco transitado, hasta con un aire gris. Alrededor de la mitad de los puestos tenían un cartel de “Se traspasa”. Quienes despachaban fruta o pollo pasaban las jornadas sin mucho que hacer. La mayoría de los residentes, estresados y sin tiempo, dejaron de comprar ahí, puesto por puesto, para hacerlo de una vez en los supermercados. Hastiados, casi todos los tenderos se acabaron yendo.
El vacío parecía eterno hasta que llegaron los bares. Primero uno, luego otro. Un japonés, dos mexicanos, un peruano, un griego, un cubano; también españoles: un asturiano, un canario, un gallego, un gaditano, un leonés. La lista no es exhaustiva porque cada mes abre alguno nuevo. Comida nacional e internacional como excusa para el bebercio, que ya nunca paraba. Cerveza, vino, vermú, cubatas. A la pollería la sustituyó una vinoteca. La frutería, la última que resistía, se acaba de convertir en restaurante. En el puesto que permaneció vacío durante años se ha abierto ahora una marisquería.
Y entonces, la gran transformación. Los pasillos del mercado se han llenado de pantallas por todas partes que anuncian las bondades de los bares, en un bucle infinito. Han instalado un cajero automático y lucecitas de colores. Todo huele a moderno. De aquel pasado solo queda una carnicería —que los fines de semana vende también bebidas— y una tienda de libros al peso que resiste contra viento y marea.
De lunes a jueves, el espacio parece tan detenido en el tiempo como lo estaba en 2013. Pero cuando llega el viernes por la noche, todo se transmuta: hordas de turistas y foráneos —y cada vez menos vecinos— abarrotan sus pasillos y se desperdigan por sus bares. Se oye inglés, francés, alemán, italiano, hebreo. Da gana de preguntarles en qué guía de viajes han descubierto este espacio de authentic Spanish food.
‘Puertas’ y control de accesos
En medio de esa euforia, el mercado cierra todas sus puertas y solo abre la principal —que da a la calle Embajadores—, controlada por varios guardias de seguridad. En los puntos álgidos de los fines de semana —a mediodía y por la noche— la cola para entrar puede superar las 80 personas y supone una espera de más de media hora.
Hay control de accesos y los puertas no permiten acceder mientras no salga gente. En algunos momentos, incluso ponen un sello en la mano a quienes quieren salir a fumar o despejarse, para que puedan volver a entrar sin esperar la cola. La primera vez que me lo pusieron me lo quedé mirando. No me habían puesto uno igual desde la última vez que fui a una discoteca, hace ya bastantes años.
Me hizo pensar en el mercado de San Miguel, que hace años era un lugar de encuentro para el barrio pero se vació para transformarlo en un punto de atracción turística, tan lejano para los vecinos como un escaparate de joyas a precios inalcanzables. Miré entonces hacia la pared del espacio lavapiesero, donde todavía se lee: “No hay mercado sin barrio ni barrio sin mercado”. Y salí pensativo mientras un grupo de ingleses esperaba con ansia para entrar, sabiendo que ese espacio que un día fue nuestro se ha convertido en suyo.
