El ‘Gigante egoísta’ de Oscar Wilde en Manzanares el Real | Noticias de Madrid
Es imposible no relacionar el cuento el Gigante egoísta de Oscar Wilde con el conflicto del parque de Manzanares el Real, de uso público en los últimos 50 años hasta que Almudena de Arteaga, duquesa del Infantado, ha hecho valer sus derechos como propietaria tras una larga e infructuosa negociación con el Ayuntamiento. Por las declaraciones de las partes implicadas, una pide mucho y la otra ofrece poco. Una quiere comprar y otra quiere vender, salvo que una, o las dos, mientan.
El enternecedor y moralista relato de Wilde finaliza con el regreso de la primavera, los niños y los pájaros al jardín que el gigante tapió para evitar su molesta presencia, pero esto no es un cuento. Es una realidad en la que las leyes legitiman el derecho a la propiedad privada. Esa realidad dicta con crudeza que los niños tendrán complicado recuperar hasta el que hace unos días era su parque. Eso sí, como esto no es un cuento, las cigüeñas y los pájaros volverán, al menos hasta que otro golpe de realidad jurídica, que puede darse, tale los pinos en los que anidan; igual que este ya ha desmontado columpios y merenderos con operarios que ponían cara de circunstancia cuando eran fotografiados por padres y madres que pretendieron viralizar el conflicto en las redes sociales.
Con toda la legalidad que la ampara, la decisión de la duquesa es una bomba de racimo en una de las principales arterias de convivencia de localidad. Vida, era lo que se contemplaba cuando en mis ratos libres o de estrés salía a la terraza de mi casa. Vida, era lo que se escuchaba con las puertas del salón abiertas, aunque a veces tuviera que subir el sonido del televisor. Desde mi balcón he visto a la infancia mezclar nacionalidades y lenguas y también a sus padres. Sí, esa mixtura étnica y cultural del Toledo medieval ensalzada e idealizada en los libros de historia que nos educaron y educan y que ahora, también la realidad, nos avisa de que es más necesaria que nunca. También he interiorizado ese parque como un lugar acogedor y agradable de bienvenida a los miles de turistas que visitan cada año Manzanares. Lo que veo y escucho ahora es el silencio y la soledad de un cementerio, el invierno eterno que se instaló en el castillo del gigante desde que este expulsó a los niños.
El pueblo llano siempre ha demostrado su instinto de supervivencia cuando los poderosos le han puesto la bota en el cuello y el de Manzanares encontrará otro lugar en el que la infancia pueda seguir siéndolo, pero en este caso la memoria será histórica, sin discusión, para los niños que un día, cuando no entendían de leyes, ni falta que les hacía, cuenten que les prohibieron volver a jugar en el parque en el que crecían. Con niños de por medio, hay veces que la moral, la cristiana incluida, también puede dictar sentencias y aquí, ahora mismo, el veredicto de los afectados apunta a egoísmo.
La cesión de los terrenos por parte del abuelo de la duquesa fue un gesto de acercamiento al pueblo tras la muerte de Franco. El pueblo español, en su mayoría, también hizo un gesto de concordia, que aún se mantiene, cuando aprobó en 1978 que se instaurara una Monarquía Constitucional en vez de una república, que era lo que regía hasta el 18 de julio de 1936. La concesión de Íñigo de Arteaga fue y es de agradecer, lo mismo que los diez años que su nieta ha mantenido la apertura del parque pese a haber expirado el último contrato de cesión. Tan legal es su derecho a la recuperación de los terrenos, como palmario es que reabre esa brecha silenciosa entre los que más y menos tienen por gracia divina o el sudor de su frente.
Los últimos tiempos han dañado mucho la imagen de la monarquía española, alma mater suprema de la nobleza a la que pertenecen los Arteaga. Acciones como la suya, por el distanciamiento y el desapego que generan, pueden hacer despertar entre ciudadanos, que nunca se la plantearon, la duda de si les conviene el régimen instaurado en el 78. Cuando el Gigante abunda en la opulencia, sus gestos de egoísmo derivan en rechazo. Esa es la moraleja que legó Oscar Wilde en su popular cuento.
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