Crisis de vivienda: la nueva lucha de clases en el neofeudalismo | Noticias de Madrid
Mirando quién asiste a una manifestación es fácil ver a quién afecta el problema. En las manifestaciones por la sanidad pública se ve sobre todo a familias y gente mayor. En las de vivienda, a gente joven. A estas alturas todavía tenemos que salir masivamente a defender las cosas más básicas: el sitio donde vivir, la salud, la educación. A todo eso, a la vida, lo va carcomiendo lo que realmente importa: la reproducción del dinero. Del dinero de algunos, se entiende.
En las manifestaciones que recorrieron toda España este fin de semana bajo el lema Acabemos con el negocio de la vivienda se produce una sensación agridulce: es hermoso ver a la juventud luchar por sus derechos constitucionales (el artículo 47, en concreto), agitando manojos de llaves al viento; pero es triste que lo tenga que hacer.
Hubo dos generaciones en España que pudieron acceder fácilmente a la vivienda, no solo por su esfuerzo personal, sino porque los gobiernos, desde el franquismo, ayudaron en todo lo posible a generar una sociedad de propietarios. Lo cuenta muy bien Jaime Palomera en El secuestro de la vivienda (Península), uno de los mejores libros del pequeño bum editorial sobre este asunto, que tiene la virtud de explicar con sencillez lo que es muy complejo.

Se dice que la juventud no ahorra, que se lo gasta todo en brunchs, viajes y Netflix, que es de cristal y así le va: por eso no tienen casa. ¿Qué fue de la cultura del esfuerzo de los que les precedieron? Pero es que a los padres y abuelos les ayudaron todo lo posible y les ofrecieron casas mucho más baratas: así se quiso formar una clase media alejada de rebeldías y revoluciones. El pisito, el del barrio y el de Torremolinos. Mejor un país de propietarios que un país de proletarios, dice la siempre repetida cita del ministro franquista Arrese.
Pero que exista una brecha generacional no quiere decir que haya un conflicto intergeneracional: como ha explicado Jaime Palomera, las generaciones mayores sufren por sus descendientes y en muchos casos, cuando se puede, les tienen que ayudar. El conflicto más bien ocurre entre las nuevas clases sociales que van surgiendo y que no giran en torno a la cuestión del trabajo, como las tradicionales, sino en torno a la propiedad: el inquilino y el rentista. Así se cuenta en Vivienda. La nueva división de clases (Lengua de Trapo, traducción de Jorge Lago) de las investigadoras Adkins, Cooper y Konings, con un excelente ensayo introductorio de Javier Gil.

Ahí se relata cómo hemos ido caminando hacia una economía de activos basada, no en la creación de valor, sino en la extracción de rentas. De ahí sale la riqueza en el capitalismo rentista, lo que hace el acceso a la vivienda cada vez más complicado: los ricos del mundo, las instituciones financieras, los fondos buitre, están usando la vivienda como un activo financiero del que obtener rentabilidad, lejos de su función social como hogar donde radicar la vida. Y hay mucho dinero que invertir. Las ciudades, las casas, son ahora huertos donde ver crecer la pasta. Las vidas ciudadanas, daños colaterales ajenos al argumento central de este drama.
Así se van diferenciando dos clases segregadas: los que tienen propiedades y pueden obtener rentas y los que tienen que vivir de alquiler, pagando cada vez más a los caseros. El inquilinato. El dinero, casi inmaculado, pasa del empleador al arrendador, se queda flotando en las alturas. Como explica Gil, la sociedad no solo se divide así en élites y mayorías, sino que en el seno de estas últimas, del 99%, también se acentúa la desigualdad según la propiedad inmobiliaria. Ya no importa el trabajo, el esfuerzo o el mérito (se derrumba el ideal ficticio de la meritocracia), sino, fundamentalmente, la herencia. Algunos influencers nos animan a invertir con astucia en el ladrillo de los barrios obreros para lograr la libertad financiera.

Por eso, Palomera habla de un neofeudalismo (a unir, curiosamente, a las neomonarquias tecnofeudales que proponen los neorreaccionarios): en el porvenir los privilegios serán plenamente hereditarios y una parte de la población será sierva de la otra, como en tiempos premodernos. Una sociedad a dos velocidades, una sociedad rota, que los jóvenes, y no tan jóvenes, tratan de evitar en las calles.
En la manifestación del sábado un grupo de estudiantes de la escuela The Atomic Garden quiso visibilizar el futuro que le espera a su generación: montaron en plena Gran Vía un saloncito con su butaca, su alfombra, su mesa y su florero. Si nos negáis la casa, amueblaremos la calle, se llamaba la acción performativa. Tan mala está la cosa que al final les robaron los muebles.