Cafeterías ‘premium’, o cómo la élite global de la leche de avena ha conquistado Madrid | Noticias de Madrid



El otro día quedé con un amigo y me propuso ir a tomar un café. Un café. Hay muchos contextos en los que entendería la propuesta: una entrevista de trabajo, una cita con un ex o una consulta legal con tu abogado. Concibo los cafés como trámites administrativos y veloces, tanto que se piden incluso para llevar, algo que es literalmente ilegal hacer con una cerveza. No quiero idealizar el consumo de alcohol, pero ninguna historia memorable arranca con un café. Nadie dice “un cortado y no más, que no quiero liarme” a menos que sea una de las chicas Gilmore. Los planes cafeteros con amigos no se alargan hasta la madrugada, por mucho insomnio que produzca este brebaje. Y a pesar de esto, el café se ha convertido en la bebida de moda en Madrid.

Quedé con mi amigo un sábado por la mañana en Lavapiés, un barrio que ha cambiado los minis de kalimotxo por los Pumpkin Spice Latte en un proceso de gentrificación foodie que parece imparable. Las cafeterías de especialidad han tomado el barrio incluso con más fuerza que los Airbnb. Pero, por lo visto, no son suficientes. Entrar en uno de estos locales el fin de semana es una misión imposible, hay enormes colas que serpentean por la calle. Cafeterías con aforo completo como discotecas. Da la sensación de que los cafeiners hayan acampado a las puertas de madrugada como si en lugar de a hacer el brunch, fueran a un concierto de One Direction.

Los cafés de especialidad se venden como únicos y locales, pero son fotocopias de un modelo global. Por eso triunfan tanto entre los turistas. Por eso, incluso los propios madrileños, nos convertimos en turistas al atravesar sus puertas. Disfrutones y prescriptores, dispuestos a romantizar la mañana a cuatro euros el matcha latte. En mi vida he visto a tanta gente haciendo fotos a una taza, que parecía que dentro, en lugar de café, hubiera perritos jugando o un bebé monísimo. Intenté señalarle lo ridículo de la situación a mi colega, pero estaba ocupado intentando retratar con arte su flat white latte.

Visitar una cafetería de especialidad es como ver Nueva York por primera vez: todo es vagamente familiar y carente de sorpresa. Porque es como en las pelis (o los reels de Instagram). Estos locales tienen paredes de ladrillo visto y suelos de cemento pulido. Tazas de pequeños artesanos y jarrones de cristal con lirios blancos. Sillas escandinavas y música jazz. Se parecen en la estética, pero sobre todo, en el precio. Porque las cafeterías de especialidad son premium por definición. No venden tanto café como un estilo de vida, una proyección social, como de cierto buen gusto cosmopolita.

Aquí no hay camareros, sino baristas, que viene a ser lo mismo, pero haciéndote dibujos de corazones con la espuma y soltándote chapas de sumiller cafetero. Los clientes participan alegremente en esta gourmetización, preguntan por trazabilidad y tiempo de tostado. Luchan por pedir el café más enrevesado, todo con nombres compuestos en inglés, que parece que en lugar de pedir un cortado estén declamando a Shakespeare. En este contexto, la intolerancia a la lactosa no es tanto una deficiencia intestinal como una marca de buen gusto y sofisticación.

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Leí hace poco en el New Yorker un reportaje sobre “la elite global de la leche de avena”, un grupo de jóvenes profesionales urbanos que consumen este tipo de bebidas como forma de diferenciarse y demostrar un gusto no tradicional. La idea se ha convertido en un meme a través de la cuenta de Instagram de un periodista holandés que ha sabido captar (y reírse de) la esencia de este grupo urbano. Es el tipo de gente que convierte las microtendencias en parte de su personalidad, gente que bebe vinos naranjas biodinámicos y no come hamburguesas sino smash burgers. Gente que escucha música en vinilos y cita artículos del New Yorker.

Esta idea salpica todo el menú de la cafetería de especialidad: el cruasán, por ejemplo, está bueno, pero no mola. Debe gourmetizarse para venderse como cronuts, cruapan, New York roll o flat croissant. Debe rellenarse de los sabores del momento, como pistacho o galleta lotus. En el café este efecto es aún más pronunciado, porque más que una bebida, es una rutina, y eso lo convierte en un elemento identitario. Es algo que se ve mejor desde fuera, observando a los argentinos con su mate o a los ingleses con su té. La rutina moldea una vida y no hay nada más rutinario que el café.

De esta forma tengo la sensación de que la elite global de la leche de avena ha tomado la ciudad. Un grupo de jóvenes que se define por su forma de consumir, algo que tiene sentido en una ciudad hipercapitalista como Madrid. Las pequeñas elecciones premium son más accesibles para los millennials y los zeta que intentar seguir la vida que llevaron las generaciones anteriores. Es más fácil pedir un café con leche de avena que dar la entrada para una casa. Así vivimos en un mundo precario y premium en el que todo es vagamente impersonal, internacional, cosmopolita. El lujo está a unos céntimos de distancia.

Pensaba en todo esto el otro día, a las nueve de la mañana de un lunes, mientras hacía cola en la cafetería del trabajo. Todos bajamos a la vez y se forman colapsos de trabajadores cansados y legañosos, que piden café para llevar y sorber frente al ordenador. Hay, desde hace más o menos un año, un café premium de comercio justo proveniente de Kenia en la redacción. Cuesta 30 céntimos más que el café ordinario, que a saber de dónde viene. También hay una leche de avena estupenda, ecofriednly, cruelty free. Cuando llegó mi turno, no sé por qué, no pedí lo de siempre.





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