Barrera no es un restaurante de Madrid | Gastronomía: recetas, restaurantes y bebidas



Barrera, en el número 25 de la calle de Alonso Cano, en el barrio de Chamberí, en Madrid, no es un restaurante. Tampoco parece un restaurante. Al pasar caminando por delante de la fachada en la que está incrustada su puerta de entrada resulta fácil dejarla atrás, confundirla por el aparador de una tienda de antigüedades, de trastos, de muñecas de párpados batientes atascados, luces de flexo y candelabros oxidados. Barrera es un rape gigantesco que espera, enterrado en la arena. Por eso es recomendable adentrarse en su interior en compañía de alguien de confianza que sostenga un farolillo con una vela encendida.

Aquello que puede otorgarle condición de restaurante, esto es el hecho de que en su interior se sirven guisos sostenidos por vajillas destinados a ser comidos por clientes, sucede en la sala del fondo. A ella se llega después de cruzar una especie de bar de crucero de lujo abandonado, húmedo y oscuro —una boca llena de renglones de dientes afilados y torcidos—, y un pasillo estrecho de piso de barriada de los años setenta —un esófago largo y cartilaginoso—. Entonces el espacio se abre y aparece una gran estancia decorada como un salón burgués, un gran estómago, entapizado de baldosas rotas, custodiado por muebles bufet y vitrinas que se mueven cuando no los miras, que guarda seis o siete mesas vestidas con lencería espesa y pesada de algodón e hilo. Encima de cada una de ellas reposa un juego de copas descomunales.

Su chef y propietaria está de acuerdo, en que eso no es un restaurante. Ana, cuyo apellido da nombre a este no-restaurante, dice que es su casa. Pero se equivoca: Barrera es ella. Barrera es Ana, su cuerpo y su espíritu; la ballena, el rape colosal que se come a Jonás, a Pinocho, a Gepetto y a todos los seres humanos que acaben sentados en su comedor de paredes que no terminan de ser sólidas del todo.

Lo supe al ver los ocho cuadros que cuelgan en fila en uno de los muros. Los marcos, que ciñen esbozos hechos a lápiz de ramas, flores y caracolas, están hechos de madera de distintos colores y tonalidades, son ligeramente diferentes de tamaño unos de otros, y están mal alineados, torcidos. El resultado del conjunto es una forma terriblemente incómoda y ondulante. Dispongan de un cuchillo afilado y practíquense una incisión profunda en el tórax siguiendo la línea del esternón. Levanten ligeramente con la palma de la mano la mantita de carne resultante. Cojan un pie de rey y midan el ancho y el largo de cada una de sus costillas, así como la distancia que separa a cada una de la siguiente. Verán que no por no seguir proporciones matemáticas ni regularidades aritméticas no dejan de ser perfectas y estar colocadas justo donde les corresponde. Esto mismo ocurre en Barrera con los cuadros, con las baldosas, con las mesas, con los platos.

Tomé ensaladilla rusa con pipas de calabaza tostadas, alcachofas fritas, patatas revolconas con torreznos, ventresca de atún, costillitas de cabrito lechal, perdiz en escabeche, merluza rebozada y tarta de limón. Cualquiera que haya leído alguna vez en su vida una reseña o una crítica gastronómica y que, guiado por ella, haya comido alguna vez en algún restaurante, sabe que esta retahíla de palabras en boca o pluma de una escritora o columnista puede significar tanto cualquier cosa como nada en absoluto. Los nombres de los platos, las descripciones, las fotografías, las recetas, las explicaciones. No se los daré porque no son necesarios.

En algún lado he leído a alguien referirse a este restaurante como un lugar de alta gastronomía humilde. Ninguna afirmación estaría más lejos de la realidad. En la cocina de Ana hay corujas, pero no pamplinas. La austeridad y rusticidad de sus platos es beligerante y soberbia.

En su no-restaurante Ana se alza y erige como un Coriolano de celofán: una bestia portentosa y hábil, orgullosa; y liviana como el esqueleto de lencería de una hoja de eucalipto seca olvidada entre las páginas de un libro viejo.

“Soy el creador de mí mismo”, declaraba el protagonista de la mejor tragedia de Shakespeare. Todo lo que sucede en Barrera sucede dentro de Ana. Su cocina y su hospitalidad no son sólo alta gastronomía, sino la culminación de una forma sabia de entender la artesanía: la fusión de la humanidad con la técnica manual, la comunión de la capacidad de sentir con la de pensar, con la de tocar, con la de elegir la cuchara concreta que va a posarse encima de ese mantel.

A Barrera uno va a alimentar una idea de civilización, a dejarse devorar por una ballena.

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